Para hablar con toda franqueza, estoy siempre más convencido de que las religiones no son amigas de las mujeres. En la historia y en la práctica de las tres religiones monoteístas profesadas en el Mediterráneo -interpretadas y dirigidas sólo por hombres- hay una buena dosis de misoginia, donde reaccionarios y conservadores encuentran en ellas, en vez de obstáculos, un buen sostén.
Piénsese en las mutilaciones genitales femeninas, que en algunos pueblos egipcios todavía son justificadas y legitimadas por argumentaciones de carácter religioso, mientras se trata, en realidad, de una práctica que tiende a conservar una tradición que quiere a la mujer completamente sometida al hombre, ya sea a su marido, su padre, su hermano, cuñado, etcétera, y que no tiene ninguna relación con el Corán o con la religión musulmana. También el rol que la mujer tiene dentro del mundo árabe y que en algunos países es aún del todo marginal, encuentra su razón de ser en una interpretación de la sharía particularmente restrictiva, útil para el mantenimiento de una tradición patriarcal, que en sus manifestaciones más obtusamente prohibicionistas, llega incluso a negar a las mujeres el acceso al carné de conducir, como en Arabia Saudita, por no hablar del derecho de voto o de propiedad.
Igualmente, cuando se habla de mujeres musulmanas hay que prestar atención para no caer en la equivocación de la generalización. De hecho, la mujer "musulmana" es sólo una abstracción, existen las mujeres turcas, kuwaitíes, sauditas, con problemas que son muy diferentes. Su condición está dictada no tanto por la religión en abstracto, sino por la estructura política del país al que pertenecen, más o menos influenciada por la religión.
Cuando hace nueve años, la asociación No hay Paz Sin Justicia organizó en Sevilla el primer Fórum con mujeres islámicas, las diferencias nacionales emergieron netamente. En países como Turquía o Túnez, donde la separación entre religión y política se ha consolidado a lo largo del tiempo, todo o casi todo el capítulo de derechos personales como el divorcio, aborto, la custodia de los hijos, etcétera, estaba resuelto. Pero el común denominador que apareció, también con claridad, en los últimos años -no sabría decir si desde los atentados de 2001 o antes- es que el universo de las mujeres en los países musulmanes, cada uno con sus especificidades, está en movimiento. Son ellas el soft power que puede empujar a estos países a posibles aperturas democráticas y de desarrollo; y esto nos hace esperar una posible y próxima liberación de una serie de violencias que las ve desde hace siglos relegadas a los márgenes de la sociedad, también en términos de acceso a la instrucción, a la vida profesional y política y en muchos casos víctimas de violencias físicas, sin tener ninguna posibilidad ni siquiera de intentar una acción para hacer valer lo que nosotros definimos, lamentablemente con una acepción de misoginia, derechos naturales e imprescriptibles del hombre, entre ellos la vida, la integridad física, la libertad o la propiedad.
La condición de la mujer y la lucha para la afirmación de los propios derechos encuentra su elemento común en el enemigo a afrontar: la tradición, que frecuentemente se acompaña de una interpretación equivocada de la religión.
Aparte de la condición de la mujer en los países musulmanes, el combate de las mujeres en Europa para la emancipación y la igualdad -aún no concluida en algunos casos, como en mi país, preocupantemente abandonada- siempre ha encontrado en el establishment religioso, debo decir sobre todo en el católico, una fuerte resistencia, más difícil de superar en cuanto ese establishment ha podido influenciar al poder político con la ayuda de partidos más o menos declarados confesionales.
Pienso en las luchas llevadas a cabo en Italia para la legalización del divorcio y la interrupción voluntaria del embarazo, o más recientemente la del derecho a procrear con amor también con la ayuda del progreso científico (Referéndum para la reproducción asistida), que han sido enfrentadas aun si sólo daban soluciones a problemas sociales muy sensibles. Problemas en los que la fe religiosa consiente dar una respuesta en el plano individual, pero de los que el Estado debe dar una respuesta que sea practicable por todos, creyentes o no.
La mujer por eso, en cualquier campo de la vida, desde la política hasta otras profesiones, encuentra muchos obstáculos y dificultades que no hallan los hombres, dificultad que encuentran incluso en el ámbito del ordenamiento eclesiástico.
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